La Vida Rodando

No teníamos más que una pelota, y teníamos todo, porque teníamos una pelota. Una pelota y una plaza. Ceferino Namuncurá. Un nombre como para no olvidarse. Eternas tardes bajo una cancha de cemento, no apta para caídas. Yo era el yorugua. En esa cancha, entre mis compañeros de “equipo” en cada jornada, vi a los más habilidosos jugadores chuleando descalzos, y a los peores con alguna taquilla Dalponte o Total 90.

La mayor victoria era no llegar a nuestras casas demasiado magullados. Una zona que, en ese entonces, parecía anclada en un aspecto barrial de calles empedradas y familias con sus sillas cable en las veredas. Incluso llegaron a fundar una escuela de fútbol, pero terminamos en la nada porque nuestra cancha no calificaba para la Liga Fernandina, creo. Igual no nos importó. Proseguimos con nuestra interminable liga de dos equipos que cada fin de semana revivían un clásico. Entrenábamos jugando 25 o metegol.

Tengo esas imágenes, las de un verano interminable jugando allí. Lo que no logro recordar es cuando todo terminó. De repente ya no apareció ninguno. Se volvió infructuosa la peregrinación de casa por casa para juntarnos, ya no vimos más nuevos championes por Reyes. Yo, me mudé. Las circunstancias, luego, hicieron que tuviese que dejar la pelota. O peor, que la pelota me dejara a mí.

Hoy me conformo viendo las grandes ligas, con sus jugadores de millones de euros y camisetas último modelo. Pero en el horizonte de mi imaginación, en esa plaza eterna, sigo sigo figurándome a todos esos mita’ises corriendo con las remeras de Cerro u Olimpia, sucias y desteñidas. Y me reencuentro con ese sol, con las risas, con las bromas.
Y pienso que la vida es como ese partido interminable en una plaza de barrio.

 

Colaboración del “Escritor de a ratos”: @MaxiManzoni. Nuestros agradecimientos por compartirlo con nosotros.

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Colaborador de Cancha Chica
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