Humillación, vergüenza, deshonra, ignominia, burla, bochorno: no hay palabras suficientes en nuestro idioma para poder describir lo que ocurrió el 8 de julio de 2014 en el Mineirao. Siete goles, siete estocadas al orgullo de un país y de su fútbol, su amado fútbol que tantas alegrías les ha dado en los últimos 60 años. ¿Es posible explicar un partido que más que una derrota fue un asesinato a sangre fría?
Recibir 7 goles en 90 minutos, 5 en 19, 4 en 9, más que reflejar que un equipo fue derrotado por uno superior, muestra a un equipo que nunca aceptó su condición de ser inferior y un rival que supo aprovechar cada falencia causada por aquel orgullo, logrando así un dominio total y absoluto. Esto fue una muestra de la debilidad mental del equipo brasileño. Decir que Brasil podría haber ganado si tenían mayor estabilidad emocional sería una estupidez, pero si se puede afirmar que se hubieran ahorrado esta humillación histórica.
El primer gol de Muller, definiendo frente al área chica sin ningún defensor encima, ya daba muestras de un equipo sin orden. Para el segundo gol ya era claro que el espíritu de la verdeamarelha estaba destrozado. Cada pase reflejaba desesperación, incertidumbre, ansiedad y miedo; miedo a un rival que ya lo pasaba por encima, miedo a ser avergonzados frente a su público, miedo a ser los culpables de una derrota dolorosa e histórica.
Fue este miedo el que transformó la derrota en una catástrofe. Los alemanes, haciendo gala de su eficiencia e instinto asesino, detectaron aquel miedo y atacaron como leones al acecho, transformando el miedo en pánico y los errores en goles.
Aquel juego emocional al que se dedicó Brasil como forma de contrarrestar todo lo que le faltaba dentro del campo de juego terminó destruyéndolos. Enfrentaron a un equipo que entró a la cancha sin miedo al himno a capella, a los hinchas que alentaban en las gradas y al espíritu guerrero que querían desplegar antes que ruede la pelota. Sin estas armas a su favor se disipó el humo que tapaba su ineficiencia y falta de nivel para competir contra los mejores del mundo.
Este intento de utilizar a las emociones como su arma principal ya viene desde hace mucho tiempo, pero más que crear miedo y dudas en los rivales develaba los miedos y dudas del propio plantel. Desde el primer partido con Croacia se veía al equipo casi sufriendo con el peso de las expectativas encima.
Cada entonación del himno terminaba en lágrimas para los jugadores, lágrimas que volvían a aparecer al terminar los partidos, sin importar el resultado. Desde aquel momento ya se hablaba de la presión inimaginable que tenían que sobrellevar los jugadores brasileños.
Al terminar la serie de penales contra Chile varios de los jugadores quedaron en el piso llorando desconsoladamente, como si esa tanda les hubiera salvado la vida misma. El tener que llamar a la psicóloga del equipo para dar sesiones extra a los jugadores daba muestra que ya no podían lidiar con la presión de ser la esperanza del pueblo, su máxima fuente de felicidad y su redentor frente a todos los problemas que enfrentan diariamente.
La lesión de Neymar hizo evidente al mundo el nivel de histeria colectiva que se vivía en el país vecino. La campaña salvaje contra Zúñiga, los artículos que parecían informar sobre una muerte más que sobre una lesión, tapas de diarios con poemas dirigidos a la estrella brasileña, el equipo cantando el himno sosteniendo su remera, los kepis que decían #forzaneymar; todo reflejaba que el delantero del Barcelona era mucho más que la estrella del equipo, era el que mantenía viva la mínima esperanza de obtener aquel título tan preciado.
No es la primera vez que un equipo brasileño se derrumba al tener problemas con su estrella. En la final de Francia 1998 ocurrió el infame caso de Ronaldo, quien no se sabe bien si sufrió un ataque de epilepsia o un problema cardiaco la misma tarde del partido, causado en parte por los nervios de ser la figura estelar con solo 22 años y cargar con todas las esperanzas de su país. Primero fue excluído del equipo titular por Zagalo, pero finalmente lo incluyó faltando minutos para que comience el partido. El equipo nunca pudo competir y fue ampliamente superado por 3 a 0. Aquella derrota fue más que no tener a su delantero al 100%, fue la imposibilidad de poder sobrellevar la situación y lo que se esperaba de ellos
La visión que el fútbol es la herramienta del brasileño para enfrentar sus problemas terminó siendo lo que derrumbó la frágil estructura emocional del plantel. Aparte de esa responsabilidad también cargaban con el peso del Mundial de 1950 y el Maracanazo. 64 años de éxitos, 5 Mundiales ganados, el reconocimiento como el país futbolístico por excelencia; nada de eso servía como atenuante para aquella derrota.
Lo único que podría hacerlos superar aquel hecho sería ganar el Mundial en su propio suelo, frente a su pueblo. El país y el equipo sabían que esta sería posiblemente su única oportunidad en casi un siglo de poder lograr exorcizar aquel demonio que se había instalado en el espíritu colectivo.
Cada partido era un paso más en un eterno Vía Crucis, donde el final sería un alivio más que una fiesta. Como una figura mesiánica, su sacrificio no era para su beneficio, sino para todo un pueblo y su historia. Finalmente el peso de la cruz de expectativas los aplastó antes de llegar a la salvación.
Fue la mezcla de excesiva responsabilidad y no tener el talento ni la fortaleza suficiente para poder sobrellevarla lo que condenó a esta selección. Esto transformó lo que podría haber sido una simple derrota ante un equipo superior en una humillación que nunca podrá ser borrada de la historia del fútbol y la sociedad brasileña. En este caso más que no importarles el resultado, les importó demasiado.